Rosa
María Alcalá Esqueda
Hemos
iniciado 2017 y el tiempo ya transcurre casi sin darnos tregua como para permitirnos
medio asimilar y cerrar todo lo que se vivió en el año viejo. Diciembre es un
mes especial porque genera en muchos una serie de sentimientos encontrados: para
algunos es una esperanza de renovación, para otros un año más que se va sin ver
cumplidas las esperanzas, para unos más la conclusión de un año que aún antes de
terminar golpeó su tranquilidad y su esperanza de futuro, todo ello producto de
algunos sucesos de gran relevancia que ocurrieron a nivel nacional e
internacional en 2016. Este año, pensamos (la ilusión nos lleva a pensar
siempre así) ahora sí nos tocará ganar como simples ciudadanos, como eternos
trabajadores acostumbrados a abrocharnos el cinturón. Pero el triunfo
inesperado (al menos para muchos) de Donald Trump nos bajó la guardia, y nos
mostró que la intolerancia y el racismo tienen buena clientela entre los
ciudadanos norteamericanos que se creen superiores, o entre quienes compraron
la idea de que Estados Unidos es un país en decadencia que debe ser rescatado, porque
a su escenario llegó una serie de individuos cuya descripción genérica sólo
puede caber en la palabra delincuentes, quienes han herido, manchado y
deshonrado a su nación, y peor aún entre quienes optaron por el discurso
violento e intolerante del entonces candidato republicano. El triunfo de Trump
no es buen augurio para muchas naciones, y para México lo es menos.
Pero
como también en casa se cuecen habas, pese a todos los argumentos que el
gobierno federal pueda y quiera esgrimir en su favor, estamos en el año de la
ratificación de la verdad dicha y advertida por muchos sobre el colapso que podría
esperarse tras la aprobación de las famosas Reformas Estructurales; o si se
quiere ver de otro modo, estamos en el año de la ratificación de que el prometer no empobrece, el dar es lo que
aniquila. Y así, lo prometido tras su acelerada aprobación hoy demuestra
que nada, o muy poco, podrían traer de bien inmediato, ni siquiera a corto o
mediano plazo, antes bien sí conflictos y descomposición social, misma que hoy
brota detrás de muchas paredes, algunas espontáneas y verdaderamente sociales,
otras truqueadas por el gobierno fallido de Enrique Peña Nieto. Y como es de
esperarse, muchos levanta dedos neciamente enarbolaron y siguen enarbolándolas,
pero no porque tengan a la vista los resultados que las justifiquen, sino
porque su esfuerzo de levantar el dedo (sólo eso) les dejó gordas ganancias,
gracias a las cuales ahora formar parte de la clase rica que puede darse el
lujo del despilfarro, mientras el país se hunde cada vez más en la miseria y en
la desesperanza.
Nadie
en sus cinco sentidos puede entender que para que un país progrese su gobierno debe
recortar su presupuesto en materia de salud, educación, infraestructura,
investigación y medio ambiente, por señalar los rubros más golpeados; nadie en
sus cinco sentidos puede siquiera imaginar que una familia puede soportar la
crisis económica en la cual estamos sumidos con un incremento al salario mínimo
del 3.9 %. Finalmente me pregunto si no lo más correcto es recortar el
presupuesto a los gastos de promoción presidencial, al pago de los magistrados
de la Suprema Corte de JUSTICIA, reducir el número de diputados y senadores y sus
privilegios, los viajes al extranjero con enorme corte de compañía, recuperar
lo robado por tantos exgobernadores, y otros recortes verdaderamente
importantes, como los acá señalados.
No
creo en la ley anti corrupción, porque ésta inicia de origen violada. Creo más
en el esfuerzo personal de cada ciudadano, de cada educador, de cada padre de
familia de sembrar en los niños y en los jóvenes a su cargo principios éticos inquebrantables
para que en un mañana no muy lejano podamos recordar estos años sólo como una
pesadilla que a base de trabajo moral quisimos y supimos superar.